lunes, 25 de junio de 2012

#13: Frío




Querido(a) Tú:


Hace frío. Creo que ya sabes que por estos lares el invierno ha llegado hace poco descargando su ira, su modo tan particular, su manera de expresar que él está, como siempre, cobijándonos con su manto los mismos meses, de cada año. No han llegado cartas tuyas, y es por eso que mi angustia se ha acrecentado. Se me hace difícil. Muy.

Anoche he caminado por el barrio y he llegado hasta la costanera. Me detuve en el puente... nuestra parada, ¿lo recuerdas? Siempre dejamos recuerdos como marcas por si nos perdemos. Así, como si fuéramos víctimas de un asesino neurótico que nos corre en medio de un bosque inhabitado. Dejamos marcas por doquier. Yo he dejado las mías en tí, tú has dejado las propias en mí. No cualquiera deja marcas en mí. No porque no pueda, sino porque mi piel no las recepta. Y no hablo de marcas sexuales, ni tampoco de cursilerías amorosas, no, hablo de las verdaderas marcas, de esas que son pegajosas a la razón y a la inteligencia, que se hacen un picnic con los sentimientos y que se ubican en la mejor caverna de nuestra memoria. De esas marcas especiales hay pocas. Y mucho menos son quienes nos las dejan. Tú eres una de esas personas. Nunca lo dudes... ¿ok?


Mientras estaba en el puente sentí mucho frío. Estaba solo, sin nadie a la vista. Detrás de mí las luces de la ciudad, en frente, el río. El agua corría mansamente, el murmullo de su movimiento era casi imperceptible. Durante un largo rato me sumí en pensamientos. Horadé las cavernas de mi memoria y me retrotraje en el tiempo. Odié hacerlo. No es bueno. Nunca es bueno adentrarse en las cavernas sin una verdadera razón, sin una luz que nos acompañé y nos evite las sorpresas, los momentos inesperados que sorprenden por su dureza. Fue entonces que dentro de esa maraña de recuerdos sopesé a las personas que son cicatrices en mí. El aire frío ingresándome por la nariz, el brillo del reflejo de la luna sobre el agua, el sonido constante del casco céntrico de la ciudad, el tiempo malgastado en personas que no valieron la pena. Tú sabes a qué me refiero. Sabes de personas que te han hecho perder el tiempo. Sí... bien que lo sabes.

Así permanecí hasta escuchar las campanadas de la iglesia. Eran las dos de la madrugada. Volví caminando lentamente a casa ¿Recuerdas nuestras caminatas? Sí, nos encantaba caminar y charlar. Extraño tus puntos de vista, el modo de sonreír en los momentos difíciles y tu ojo crítico para con las personas: acertabas a primeras, sabías a la perfección quién valía la pena y quién no. Esa, tu virtud, era tú propio as de espadas para conmigo ¿Será que algunas personas son más transparentes que otras? Tal vez. Supongo que siempre lo has visto así. Inclusive a mí ¿De cuál grado será mi transparencia? No me digas... no quiero saberlo.

Al llegar a casa encendí la radio. Pasaban un programa musical donde se podían escuchar tangos, boleros y música melódica. Me sonó a música para retrotraerse, para caer presa de los recuerdos. Me acosté con esa música como compañía y tú recuerdo en mi mente. En la noche fría ambas cosas eran lo mejor, la compañía ideal para esperar el sueño y caer rendido. Sin embargo, no estabas. Te echo de menos. La distancia no es un problema, siempre lo has sabido. No lo es para mí, no lo es para tí. Sí lo es para el resto, pero de eso no nos hacemos cargo, y lo sabes. Mientras cerraba los ojos me parecía escuchar el murmullo del agua pasar por debajo del puente, contándome historias, hablándome de viejos recuerdos, susurrándome en los oídos secretos del vivir. Enseguida debo de haberme dormido.


Al amanecer algo me despertó. Sin embargo no había nada extraño en la habitación. Tenues rayos de sol se colaban por la ventana inundandolo todo. Y ahí estabas, inmortalizada tu figura en el viejo portarretratos, con tu sonrisa tan bella, tu cara aniñada, y tu pelo lacio que siempre me encantó. Creéme, siempre te tengo presente, inclusive los días que no puedo escuchar tu voz ni mirar el brillo de tus ojos. Habitas dentro de mí como parte de un todo que me conforma y que me permite levantarme y vivir un nuevo día. Me gusta que así sea...

Yo.




(Imagen de Naomi Wilkinson)

martes, 12 de junio de 2012

#12: Receptividad




Querido(a) Tú:


 Hace mucho no te escribo unas letras, sé que no tengo justificativo, pero tampoco es malo que el tiempo haga jugar nuestra mente, enrosque los sentimientos y movilice los escombros de los recuerdos. Creo que en cierto punto me gusta ese juego. El problema es cuando se vuelve adicción. Si eso pasa enseguida la rutina se convierte en esa mantaraya que todo lo cubre, todo lo atrapa. Claro que no quiero caer en eso contigo, tampoco es mi modelo a seguir el hacerte partícipe en un juego como el que acabo de describirte. Créeme, tan solo me ha sido imposible comunicarme. 

 A veces nos convertimos en presos del destino. Esclavos fieles acatando órdenes sin siquiera preguntarnos por un instante el porqué, la causa, el origen de nuestras acciones. Y es asi como me siento ahora que escribo esto. No te he olvidado, pero el destino a veces juega dentro de mi memoria, flanqueándome el paso, cerrándome cavernas, y evaporando recuerdos. Sé que lo hace, y sé por qué lo hace ¿Alguna vez te ha pasado?, me refiero a sentirse asi, un tanto ultrajado por su manipulación inescrupulosa, por sus juegos para nada risueños, por su modo a veces tan inhumano de movernos en su tablero de ajedrez. Si no lo has experimentado deseo fervientemente que jamás lo haga, pues no es para nada feliz vivenciarlo.


Por aquí han llegado los primeros fríos, la parte más dura del otoño, la que nos va preparando para recibir por completo al invierno. Se nota en los árboles, en la desolación de las plazas, en el abrigo de las personas en las calles, en los atardeceres tempranos y sombríos. Siempre me has dicho que tengo cierta receptividad, y últimamente lo estoy reconociendo en mí. Lo que antes era una sensación extraña que me llevaba a conocer más profundamente a una persona ahora se ha transformado, o mejor dicho se ha expandido, y me permite observar más detenidamente el mundo que me rodea, todo lo que circunscribe mi diario trajinar. Y me gusta. Es como usar unos anteojos especiales, que son capaces de ver lo invisible a los ojos de los demás, así, tal como le explicaba Saint-Exupéry a su personaje de ficción.

Ayer me he sorprendido caminando nuevamente por la fría capital. Recorrí varias cuadras mezclándome con el gentío, observando lugares que hicieron parte de mi historia de vida, viendo escenas fantasmales que en su momento de vivencia fueron gloriosas y emotivas. En cada rincón percibía un guiño del destino y otro del tiempo. Así, entre esos vaivenes, me sorprendió el atardecer temprano de Junio. Al regresar observé la fachada del edificio. Se veía sombría, helada, tal como la noche que se avecinaba. Y es dentro de este departamento donde encuentro la paz necesaria para jugar con las letras, ordenarlas, y decir con la yema de mis dedos lo que mi boca no puede y mi mente grita a rabiar. Tal vez nunca aprendí a comunicarme de otro modo; o tal vez sí, y el modo sea éste, uno perfecto, capaz de dirigir los hilos necesarios para que mi marioneta interior gesticule y comunique, grite y llore, ría y se entristezca. En un abrir y cerrar de ojos todos en algún momento deseamos y debemos comunicarnos. Hacemos un simple “clic” o un gran “crack”, y es ahí en donde se inicia el bendito proceso de evacuación interior, de la emanación del flujo continuo de esa voz interior que nos invita a expresarnos y a vivir la vida del mejor modo que imagines y deseemos.

Quiero decirte que acortaré los tiempos de comunicación, que ya no tendrás que esperar tanto, que si en algún momento pasa un día de más no desesperes, que yo sigo aquí, como siempre, siendo esa misma persona de mirada triste y pensamientos filosos, de carácter fuerte y mente inquieta.

Será un invierno crudo. Lo presiento.



Yo.





(Imagen: pintura de Jorge Rodríguez-Gerada )