domingo, 30 de septiembre de 2012

#18: La tormenta perfecta






Querida tú…


 He estado pensando por estos días en lo increíble de las cosas. En la rareza de ellas también. Inclusive, en lo increíble de nuestra relación y en lo raro de la misma. Las relaciones son raras. Supongo que han sido así desde el comienzo de los tiempos, ¿alguna vez te lo has preguntado?... Intuyo que sí.

 Hay días que vos y yo somos como el agua y el aceite. Otros, tal vez los menos, como dos nubes en el cielo, que se cruzan, se mezclan, se funden entre sí, y si las miras, parecen una, aunque sea solo por un rato.

 Me gusta ese momento. Digo, cuando las dos nubes en un cielo desconocido parecen una sola. No tiene importancia qué tipo de cielo es, tormentoso, límpido, de invierno u otoño. No importa. Tampoco el tipo de nubes. Da lo mismo. Importa el movimiento, la acción, y la escena en sí. No soy del tipo de hombre que busca formas en las nubes; a decir verdad creo que jamás encontré una mísera forma de nada, tan solo todas abstracciones, nada que se asemeje a algo vivo, o al menos a un objeto. En esas pocas veces que fuimos al campo y nos tirábamos en el piso a ver las nubes deberás recordar que yo jamás encontraba formas. Vos sí. Era increíble. Me tomabas la mano, hacías que apuntara con mi dedo índice, y lo movías lentamente, contorneando la figura que tu cabeza y ojos veían, pero que yo no. Era fascinante. Ahí, delante de mi visión nula, estaba esa figura. La reconocía. Era estremecedor. Y vos reías, sonreías, y te alegrabas de haberla encontrado. Esas figuras en las nubes eran tus tesoros. Hoy lo sé.


 En los días que siento que somos extraños, ajenos, seres desvinculados, intento razonar el por qué; sin embargo no hay conclusiones palpables. No tenemos por qué ser perfectos. He asumido eso. Nunca lo seríamos. Siempre habría una fisura en donde yo observe tu interior y te sientas vulnerable, y viceversa. Eso se logra con el tiempo en las parejas. No somos la excepción, nunca lo hemos sido. Pero en ese punto sí he razonado, y he concluido que somos como una tormenta perfecta. Desde que nos hemos conocido pasamos de ser una borrasca, para convertirnos por momentos en huracán, y aun sin hundir ningún pesquero en altamar, si nos hundimos en momentos perfectos de los cuales nunca desearíamos salir. Añoro eso. Extraño cuando de la nada surgen tus gestos. Así, como cuando tomas de la copa un sorbo de vino, y por un instante tus labios quedan pegados al borde, y me observas, y una mueca hermosa se dibuja en tus labios, y tus ojos brillan más que de costumbre. Mis sentidos explotan. Siento que la tormenta en ese instante se desata y que caemos los dos, en pleno mar embravecido, muy distantes, entre un oleaje infernal, pero logramos divisarnos, levantar nuestras manos, emitir señales inconfundibles, y luchando, nos acercamos, y al tocar nuestros cuerpos, la tormenta se abre, los vientos huracanados ceden, el cielo comienza a clarear, y el oleaje rezuma tranquilidad.


 Supongo que todas las relaciones son extrañas, pues somos seres extraños. Y sostengo que en todas hay una tormenta perfecta que se produce increíblemente en el momento menos esperado. Ese momento, ese punto único en el tiempo, puede durar días, meses, años, o tal vez, ¿por qué no?, toda una vida…





 Yo.




(Imagen: http://goo.gl/WSuuD)

jueves, 9 de agosto de 2012

#17: "Cárceles sin carceleros"





Querida tú…



Día soleado. Sí, así ha sido el día de hoy. Me la he pasado todo el día caminando bajo el sol. Me permití salir de este escondite, abrir las ventanas, las puertas, sacar las plantas, encender sahumerios, respirar hondo, sonreír. Ha sido un día inserto extrañamente dentro de otros días. Raro para la época, raro para todo cuanto venía sucediendo.
Caminé mucho por la tarde. Salí sin rumbo, dejándome llevar por mis pies sin tener un objetivo ni un punto referencial. Caminé por algunos lugares en donde solíamos encontrarnos, y mientras los transitaba pensaba plenamente en ti. Eran imágenes tan vívidas, tan intensas, que juraría que estabas ahí. Ahora que lees este párrafo por un segundo piensa en mí, imagíname caminando por esos lugares que transitábamos abrazados, riendo, olvidándonos del mundo, y concéntrate en aquellos días en donde nuestra felicidad se podía sopesar sin que nos diésemos cuenta. Imagínate allí, tomando mi mano, caminando a mi lado, escrutándome con tú mirada. Jamás podría olvidar tu mirada…

Después de divagar durante varias horas regresé cuando ya anochecía. Crucé las vías, y caminé por la calle de tierra que tanto miedo te daba transitar por las noches. Al llegar a casa cerré puertas, ventanas, entré las plantas, y algo curioso pasó: una mosca había quedado atrapada dentro y luchaba por salir, golpeándose una y otra vez contra el vidrio. Lo hacía de manera mecánica, sostenida, como siempre suelen hacerlo las moscas. Sentí pena por ella, pero a la vez, me sentí igual a ella. El insecto estaba encarcelado en una prisión sin carceleros, ignorando que todo cuanto lo rodeaba era la libertad. Así, del mismo modo que cuando nos cegamos y solo vemos un campo limitado y nos olvidamos de la periferia. Chocaba una y otra vez contra el vidrio. Luego volvía. Se detenía un instante, movilizaba sus alas, levantaba vuelo lentamente y reiniciaba el escape, frustrado, ingenuo, pero al menos cargado de imperiosa necesidad de salir, de encontrarse nuevamente con el mundo, con el infinito.

A veces me parezco a la mosca. Siento que soy prisionero en una cárcel sin carceleros. Solo yo y mi consciencia. Nadie más. Sin embargo me siento privado de la libertad, y cuando decido buscarla y escapar vuelvo a caer, una y otra vez, en la misma celda, bajo el mismo encierro, con la misma asfixia.
Finalmente abrí las hojas de la ventana y la mosca voló hacia el jardín. Por unos segundos la logré seguir con la mirada hasta que finalmente se perdió en medio de la oscuridad. Mi acción sirvió para que encontrara la libertad. Necesitó de ayuda extra para darse cuenta, sino, tal vez hubiera perecido en el intento.
¿Me pasará lo mismo mientras te espero?, ¿me golpearé una y otra vez hasta dejarme morir?, ¿vendrás antes y me rescatarás? Tal vez yo mismo haya cerrado las puertas y autogenerado la asfixia. Suele suceder. Pero si vienes, y me ves tendido en el piso, rescátame, tiéndeme tu mano y libérame, ayúdame a escapar de la cárcel y burlar a mis carceleros imaginarios…



Yo. 





(Imagen tomada de internet, anónima)

martes, 31 de julio de 2012

#16: "Lo efímero del amor"




Querida tú:




La palabra sorpresa nunca ha tenido tanto significado para mí como desde hace algunos días. En realidad ha tomado un matiz intenso y lleno de peso. Seguramente te estarás preguntando por qué te cuento esto, a qué viene, por qué motivo he decidido arrancar así esta carta. Supongo que podría darte muchas explicaciones, pero intentaré elaborar una, y dejarte en claro que hay cosas que el tiempo se encarga de acomodar, de develar y de poner perfectamente en su sitio. La palabra sorpresa esta vez no tiene nada que ver contigo sino con otra persona que una vez visitó días de mi vida, dijo amarme, dijo quererme, y de repente, se esfumó, volviendo a hacer lo que ahora sé que siempre hizo: mentir.

Siempre te ha gustado mi franqueza. Nunca has sido una mujer celosa, y siempre me has invitado a que te cuente cosas de mi vida, una vida anterior a ti, una vida como la de cualquier otro hombre mortal. Pues bien, he aquí que tengo ganas de ello, de contarte algo que, como te dije al principio de esta carta, me he enterado por estos días: cierta vez alguien me amó antes que tú, o al menos dijo hacerlo. Sin embargo, y más allá de haber vivido momentos importantes y pseudo reales con ella, el destino me ha llevado a ver que las puestas en escena saben ser gloriosas para los hombres estúpidos ¿Me crees? Supongo que sí. Estés donde estés sé que ya sabes de quien te hablo. De ella misma, sí, la que piensas, la chica de la sonrisa, la chica que todos querían y deseaban.

Y mi descontento ha sido variopinto. La desilusión inconmensurable. Mentir cuando alguien te da amor es como clavar un cuchillo en tú alma, no en la del otro. Es generar una herida tan profunda como invisible en el momento, que solo será visualizada y vívida cuando el destino lo disponga. Pasa que el destino dispone cuando quiere, y castiga sin que la mano se le vea. Sí. Es así. Esa misma mujer de la que una vez te conté me ha sorprendido… ¿pero quieres saber algo más?: ella lo ignora.

Anoche he subido a la terraza y me he puesto a contemplar el cielo. Aquí hace frío, ya te lo he contado en otras cartas. El invierno se está volviendo más crudo. Los días se han acortado en demasía, pero aun así me gusta contemplar el cielo nocturno y pensar en nada. En la terraza me he encontrado con un grafiti, de esos que escriben los jóvenes cuando quieren expresar sus pensamientos e ideas y comunicárselo a medio mundo. El grafiti rezaba: “el amor es efímero”, y ha sido para mí un verdadero cachetazo en la noche helada. Mis ojos se llenaron de lágrimas que contuve con el pañuelo que me habías regalado para mi último cumpleaños.

Es que esa volatilidad del amor es tan real, tan palpable, que odiaría que se presente entre nosotros… ¿Dónde estás?, ¿dónde estuviste anoche? Necesitaba tú abrazo, y tú mirada. Esa mirada que lo entiende todo y aplaca la bronca y calma las fieras. Bajé después de medianoche de la terraza. Tomé un par de copas de whisky y me tiré en el sofá a escuchar música a bajo volumen. Hay demasiada soledad en los mundos minúsculos. Tanta que a veces quisiera desaparecer…


¿Dónde estás?...




 Yo.





(Imagen de im-buni )

martes, 24 de julio de 2012

#15: "El suave oleaje del recuerdo"





Querida tú:



Hay días, como el de hoy, que despierto pensando en los distintos caminos que he tomado a lo largo de mi vida. No puedo decir cuál ha sido correcto y cuál no, pues debería haberlos tomado a todos  para poder sentenciar ese veredicto. Supongo que puedo decirte que he tomado los que en el preciso instante que se mostraron ante mí decidí eran correctos, ¿pero serían realmente los correctos?...

No lo sé.

Es que hay días que mi subconsciente juega con mi consciencia, los escucho correr por los pasillos de la memoria, por los toboganes de mi corazón, reír a mis espaldas, cuchichear cerca de mis sienes, y sé que traman cosas, o bien confabulan, como tripulantes de un viejo barco ansiosos por una revuelta, por tomar por completo el barco. Son estos días, tal como te he contado, que miro mi vida hacia atrás, observo los pasos, las decisiones, los aciertos, los errores, las trampas, y me digo a mí mismo que lo voy logrando, que no ha sido tan difícil, pero que tampoco fue fácil.

Y hoy me encuentro aquí, en esta cama, analizando mi vida, pensando que acabo de despertar y no estás a mi lado, que la cama es gigantesca, que el silencio es atroz, que hay momentos en la vida de un hombre que preferiría no vivirlos, tan solo saltearlos, evaporarse y materializarse en otro sitio con tal de no soportar el dolor que se siente cuando la soledad te estruja el corazón, cuando los colores ocres de la vida tiñen los pensamientos y muestran a la perfección lo que podría ser y no fue.

Aún conservo el viejo cuadro que pintaste. Está ahí, justo sobre la vieja cómoda, con sus colores intactos y esa escena, tan humana, tan sentida, reviviéndose día a día ante los ojos que han llegado a verla. Ayer ha venido la vecina del octavo piso, me ha traído un par de camisas y pantalones, aludiendo que pertenecían al difunto de su marido y que yo, como soy casi de su talla, podría usarlos, y ella al verme con esa ropa se sentiría feliz y a la vez lo recordaría más vívidamente. He aceptado el obsequio por cortesía, pero no creas que un escalofrío no me ha corrido por la médula. Observo esa ropa doblada cuidadosamente sobre la silla y pienso en el hombre que las usaba, en las decisiones que supo tomar en vida, en cuánto de su impronta iluminó a este mundo. En algún punto todos teñimos con nuestro color interno éste mundo. Dejamos en él rastros inconfundibles de nuestro paso, de nuestra toma de decisiones, de nuestros actos. Tú lo has hecho con este cuadro que observo cada mañana al despertar. Hay mucho de ti en él. Desde la suavidad del oleaje hasta la rompiente de piedras, atravesando el caserío lejano, y el sol pálido ¡Realmente estabas inspirada cuando lo pintaste! Parece mentira que ya han pasado tantos años. Si lo vieras… seguramente una lágrima te afloraría. Los recuerdos tienen mucho poder, tanto que a veces usan más filo que un cuchillo para cortarte en dos.


Me pregunto si aún pintas, si habrá nuevos cuadros colgados en otras paredes, si alguien más se despertará al igual que yo observando una de tus pinturas. Siempre creemos que somos únicos y que solo nosotros podemos vivirlo de ese modo, ¡pero nada más equivocado, querida mía! Solo somos ese pequeño grano de arena, en una playa solitaria dentro de un vasto mar, en un universo infinito. Seguramente habrá otra pintura, otros ojos, y otro corazón que la observe. Y es que eso pertenece a uno de esos caminos con los cuales hoy me desperté analizando, caminos que uno decide recorrer y a veces en vez de acercar te alejan de la gente que amas. Heme aquí, en esta vieja cama, con el corazón arrugado de melancolía, con el recuerdo de tus manos pintando sobre el lienzo, de la postura de tú cuerpo frente al bastidor, de tú silencio de artista magnánimo. Quisiera cerrar los ojos y verte en esta misma habitación pintando, esbozando con colores ese mundo que tus ojos miran y que tú espíritu representa sobre la tela, pero no me es posible, pues ambos elegimos caminos distintos y no sé si algún día volverán a fusionarse…

Aunque tal vez..



Yo.


(Imagen: Sicca )

sábado, 21 de julio de 2012

#14: Lluvia y poesía




Querida Tú:


Desde hace un tiempo deseo leer poesía, y ya sabes como soy, y cuanto me cuesta deambular entre las estrofas y darle un sentido a lo que leo poéticamente. A veces me pregunto si eso alguna vez te llevó a pensar que te alejaría de mí ¿Tal vez? Quisiera pensar que no, ser fuerte, y abastecer mi seguridad con un ¡NO! rotundo, pero he aquí que a veces suelo caminar por el alambre tenso en medio del precipicio de la inseguridad.

Nuestra vieja vecina, la del 6º “B”, ha bajado el otro día y tras abrirle la puerta me ha puesto un viejo libro de poesía en mi pecho. Acepté el libro con una sonrisa que oscilaba entre el agradecimiento y la incredulidad. Sin más se dio la vuelta y volvió a subir las escaleras. He terminado de deducir que nuestra vecina es de pocas palabras, o tal vez sincroniza un canal al cual nosotros nunca estuvimos conectados… al menos yo.

Dejé el libro sobre la mesa ratona y me olvidé por completo del acontecimiento. Los días fueron pasando y cada vez que entraba al departamento observaba el libro, ahí, sobre la mesa, como si estuviese sigilosamente controlando cada uno de mis movimientos, a la espera que me enredase entre sus páginas, cosa que hice, pero recién el pasado domingo por la tarde. Llovía. Sí, como tanto te gusta. Con viento fuerte y chaparrones que caían insistentemente mojándolo todo a su paso. Terminé descubriendo una filtración de agua en la ventana que da al living, y pensé, por un instante, cuanto te extraño en mi vida. Es ahí, en esas cosas insignificantes que tú ausencia me desmiembra y me hace jirones el corazón, ahogándome en pena y melancolía. Contemplé la lluvia por largo rato mientras pasaba de aquí para allá las hojas del libro. Supuse que el libro era de propiedad de nuestra vecina, ¿pero acaso nuestra vecina era una lectora de poesía? Jamás lo hubiera imaginado, ¿y tú? Supongo que tampoco. Pero ya ves, a veces la gente nos sorprende gratamente, dejándonos en completo ridículo, atándonos y amordazándonos por nuestros juicios presurosos.

Leí un par de poesías y se me hizo un nudo en la garganta. Creo que el clima y la hora de la tarde también se confabularon para ello. En ese momento he de confesarte que te extrañé horrores ¿Dónde estarás ahora?, ¿leerás poesía?, ¿escribirás poesía?, ¿lloverá allí donde te encuentras, o el clima será tan árido como mi corazón lo es últimamente? Son tantas las preguntas que mi subconsciente me hace sobre ti que ya he perdido la cuenta. Solo sé que entre la lluvia y la poesía he derrochado lágrimas de tristeza y melancolía, imaginando tú rostro en la humedad del vidrio del ventanal, recordando los buenos tiempos, los tiempos en que los días lluviosos eran sinónimo de alegría y felicidad… ¿Adónde van los días buenos?, ¿acaso lo sabes tú? Yo no. Me lo he preguntado millones de veces y jamás obtuve una respuesta con coherencia. Tal vez se escondan detrás de estrofas de poesía.

Me he dormido con el libro en mi regazo. La lluvia cesó por completo y yo seguía aún dormido. Un fuerte viento sur hizo mover una vieja marquesina y el ruido terminó sobresaltándome. Y allí estaba el anochecer, cayendo lentamente sobre los edificios vecinos, sobre las calles linderas, sobre el gentío desconocido. Asomado a la ventana miraba el movimiento callejero aletargarse junto con el día. Observaba los rostros y de repente caí en la cuenta que buscaba el tuyo. Sí, el tuyo. Busqué desesperadamente pero no estabas allí. No sé donde estabas, no sé donde estás…

Esa noche antes de acostarme tomé el libro y lo puse en la biblioteca. Había decidido que la poesía aún no entra en mi cuerpo como debería entrar. No se mimetiza con mi ser como cuando tú me leías poesía. El mundo cambia, tú mejor que yo lo sabe, y en ese cambio nos sentimos trastocados, con nuestro eje muchas veces oscilando unos cuantos grados, preguntándonos el porqué, o por qué nosotros, pero jamás hay respuestas rápidas, son más bien respuestas escondidas como acertijos, difíciles de descifrar, poderosas de contenido oculto.

¿Algún día volverás a leerme poesía? No me respondas, yo mismo me responderé cada vez que lea un poema, escuche una poesía fluir por el aire o alguien me vuelva a entregar un libro de poesía en mis manos. Será una respuesta instantánea, sin pensamientos. Dará un brinco directo desde mi corazón atravesando todos mis sentimientos, y sí puedo decir que sea cual fuere la respuesta yo estaré feliz, pues aquellos días en que nos amábamos y la poesía giraba en torno a nuestros días siempre perdurarán en mi corazón a modo de estrofas vitales para vivir.


Yo.  


(Imagen: http://goo.gl/VxmiR)

lunes, 25 de junio de 2012

#13: Frío




Querido(a) Tú:


Hace frío. Creo que ya sabes que por estos lares el invierno ha llegado hace poco descargando su ira, su modo tan particular, su manera de expresar que él está, como siempre, cobijándonos con su manto los mismos meses, de cada año. No han llegado cartas tuyas, y es por eso que mi angustia se ha acrecentado. Se me hace difícil. Muy.

Anoche he caminado por el barrio y he llegado hasta la costanera. Me detuve en el puente... nuestra parada, ¿lo recuerdas? Siempre dejamos recuerdos como marcas por si nos perdemos. Así, como si fuéramos víctimas de un asesino neurótico que nos corre en medio de un bosque inhabitado. Dejamos marcas por doquier. Yo he dejado las mías en tí, tú has dejado las propias en mí. No cualquiera deja marcas en mí. No porque no pueda, sino porque mi piel no las recepta. Y no hablo de marcas sexuales, ni tampoco de cursilerías amorosas, no, hablo de las verdaderas marcas, de esas que son pegajosas a la razón y a la inteligencia, que se hacen un picnic con los sentimientos y que se ubican en la mejor caverna de nuestra memoria. De esas marcas especiales hay pocas. Y mucho menos son quienes nos las dejan. Tú eres una de esas personas. Nunca lo dudes... ¿ok?


Mientras estaba en el puente sentí mucho frío. Estaba solo, sin nadie a la vista. Detrás de mí las luces de la ciudad, en frente, el río. El agua corría mansamente, el murmullo de su movimiento era casi imperceptible. Durante un largo rato me sumí en pensamientos. Horadé las cavernas de mi memoria y me retrotraje en el tiempo. Odié hacerlo. No es bueno. Nunca es bueno adentrarse en las cavernas sin una verdadera razón, sin una luz que nos acompañé y nos evite las sorpresas, los momentos inesperados que sorprenden por su dureza. Fue entonces que dentro de esa maraña de recuerdos sopesé a las personas que son cicatrices en mí. El aire frío ingresándome por la nariz, el brillo del reflejo de la luna sobre el agua, el sonido constante del casco céntrico de la ciudad, el tiempo malgastado en personas que no valieron la pena. Tú sabes a qué me refiero. Sabes de personas que te han hecho perder el tiempo. Sí... bien que lo sabes.

Así permanecí hasta escuchar las campanadas de la iglesia. Eran las dos de la madrugada. Volví caminando lentamente a casa ¿Recuerdas nuestras caminatas? Sí, nos encantaba caminar y charlar. Extraño tus puntos de vista, el modo de sonreír en los momentos difíciles y tu ojo crítico para con las personas: acertabas a primeras, sabías a la perfección quién valía la pena y quién no. Esa, tu virtud, era tú propio as de espadas para conmigo ¿Será que algunas personas son más transparentes que otras? Tal vez. Supongo que siempre lo has visto así. Inclusive a mí ¿De cuál grado será mi transparencia? No me digas... no quiero saberlo.

Al llegar a casa encendí la radio. Pasaban un programa musical donde se podían escuchar tangos, boleros y música melódica. Me sonó a música para retrotraerse, para caer presa de los recuerdos. Me acosté con esa música como compañía y tú recuerdo en mi mente. En la noche fría ambas cosas eran lo mejor, la compañía ideal para esperar el sueño y caer rendido. Sin embargo, no estabas. Te echo de menos. La distancia no es un problema, siempre lo has sabido. No lo es para mí, no lo es para tí. Sí lo es para el resto, pero de eso no nos hacemos cargo, y lo sabes. Mientras cerraba los ojos me parecía escuchar el murmullo del agua pasar por debajo del puente, contándome historias, hablándome de viejos recuerdos, susurrándome en los oídos secretos del vivir. Enseguida debo de haberme dormido.


Al amanecer algo me despertó. Sin embargo no había nada extraño en la habitación. Tenues rayos de sol se colaban por la ventana inundandolo todo. Y ahí estabas, inmortalizada tu figura en el viejo portarretratos, con tu sonrisa tan bella, tu cara aniñada, y tu pelo lacio que siempre me encantó. Creéme, siempre te tengo presente, inclusive los días que no puedo escuchar tu voz ni mirar el brillo de tus ojos. Habitas dentro de mí como parte de un todo que me conforma y que me permite levantarme y vivir un nuevo día. Me gusta que así sea...

Yo.




(Imagen de Naomi Wilkinson)

martes, 12 de junio de 2012

#12: Receptividad




Querido(a) Tú:


 Hace mucho no te escribo unas letras, sé que no tengo justificativo, pero tampoco es malo que el tiempo haga jugar nuestra mente, enrosque los sentimientos y movilice los escombros de los recuerdos. Creo que en cierto punto me gusta ese juego. El problema es cuando se vuelve adicción. Si eso pasa enseguida la rutina se convierte en esa mantaraya que todo lo cubre, todo lo atrapa. Claro que no quiero caer en eso contigo, tampoco es mi modelo a seguir el hacerte partícipe en un juego como el que acabo de describirte. Créeme, tan solo me ha sido imposible comunicarme. 

 A veces nos convertimos en presos del destino. Esclavos fieles acatando órdenes sin siquiera preguntarnos por un instante el porqué, la causa, el origen de nuestras acciones. Y es asi como me siento ahora que escribo esto. No te he olvidado, pero el destino a veces juega dentro de mi memoria, flanqueándome el paso, cerrándome cavernas, y evaporando recuerdos. Sé que lo hace, y sé por qué lo hace ¿Alguna vez te ha pasado?, me refiero a sentirse asi, un tanto ultrajado por su manipulación inescrupulosa, por sus juegos para nada risueños, por su modo a veces tan inhumano de movernos en su tablero de ajedrez. Si no lo has experimentado deseo fervientemente que jamás lo haga, pues no es para nada feliz vivenciarlo.


Por aquí han llegado los primeros fríos, la parte más dura del otoño, la que nos va preparando para recibir por completo al invierno. Se nota en los árboles, en la desolación de las plazas, en el abrigo de las personas en las calles, en los atardeceres tempranos y sombríos. Siempre me has dicho que tengo cierta receptividad, y últimamente lo estoy reconociendo en mí. Lo que antes era una sensación extraña que me llevaba a conocer más profundamente a una persona ahora se ha transformado, o mejor dicho se ha expandido, y me permite observar más detenidamente el mundo que me rodea, todo lo que circunscribe mi diario trajinar. Y me gusta. Es como usar unos anteojos especiales, que son capaces de ver lo invisible a los ojos de los demás, así, tal como le explicaba Saint-Exupéry a su personaje de ficción.

Ayer me he sorprendido caminando nuevamente por la fría capital. Recorrí varias cuadras mezclándome con el gentío, observando lugares que hicieron parte de mi historia de vida, viendo escenas fantasmales que en su momento de vivencia fueron gloriosas y emotivas. En cada rincón percibía un guiño del destino y otro del tiempo. Así, entre esos vaivenes, me sorprendió el atardecer temprano de Junio. Al regresar observé la fachada del edificio. Se veía sombría, helada, tal como la noche que se avecinaba. Y es dentro de este departamento donde encuentro la paz necesaria para jugar con las letras, ordenarlas, y decir con la yema de mis dedos lo que mi boca no puede y mi mente grita a rabiar. Tal vez nunca aprendí a comunicarme de otro modo; o tal vez sí, y el modo sea éste, uno perfecto, capaz de dirigir los hilos necesarios para que mi marioneta interior gesticule y comunique, grite y llore, ría y se entristezca. En un abrir y cerrar de ojos todos en algún momento deseamos y debemos comunicarnos. Hacemos un simple “clic” o un gran “crack”, y es ahí en donde se inicia el bendito proceso de evacuación interior, de la emanación del flujo continuo de esa voz interior que nos invita a expresarnos y a vivir la vida del mejor modo que imagines y deseemos.

Quiero decirte que acortaré los tiempos de comunicación, que ya no tendrás que esperar tanto, que si en algún momento pasa un día de más no desesperes, que yo sigo aquí, como siempre, siendo esa misma persona de mirada triste y pensamientos filosos, de carácter fuerte y mente inquieta.

Será un invierno crudo. Lo presiento.



Yo.





(Imagen: pintura de Jorge Rodríguez-Gerada )

martes, 1 de mayo de 2012

#11: Otoño


Querido(a) Tú:


Hay días que extraño momentos vividos en mi pasado. Sucede rara vez que algo así me pase, pero cuando los recuerdos me sobrevienen entonces me pierdo en ellos, me olvido de lo que me rodea, de que el mundo gira en éste ahora, y hasta pierdo la noción del lugar donde estoy. Los recuerdos me llenan de nostalgia. Sana nostalgia. Sin embargo, por lo general, me roban una sonrisa escueta y triste, como añorando con mucho ahínco aquellos momentos, aquellas personas o lugares por los cuales mi vida transitó.

Quisiera poder, de ser posible, extraer de mi mente las imagenes, vivencias, sonidos, sensaciones, que viví a pleno en esos recuerdos. Poder mostrártelos, decirte: «¿Ves?, en ese preciso momento fui felíz», pero no es tan simple. Solo uno mismo puede ver esos momentos, revivirlos y darles el suficiente valor emotivo hasta el punto de que la piel se te erice y el corazón se ponga al galope. Si tal vez para los demás solo sean imagenes incongruentes, sonidos molestos, vivencias superfluas. El mundo no es igual para todos, lo sé, de a poco lo he aprendido.

Hoy he recordado un barrio, allá en la capital. Una tarde, un otoño. Me veo caminando por ese barrio de casas coloniales en un atardecer de otoño, los árboles agitándose por el viento sur, hojas amarillas cayendo por doquier, automóviles que pasan velozmente por el pavimento, personas que desconozco que caminan presurosas huyendo de la noche fría que se avecina. Y estoy allí, felíz, sintiéndome extraño por esa felicidad, algo que no comprendo y que sé que ha comenzado a gestarse en mi interior, delicadamente, sin freno, desbordante, cargado de exaltación. Ahora sé que ha sido la gestación de un bonito recuerdo, el increíble acto  de un momento de mi vida que se guardaría para siempre en la memoria y sería revivido de vez en cuando para cargarme de nostalgia y felicidad.

Seguramente tú también tendrás recuerdos así, en donde la nostalgia y la emotividad avanzan, te atropellan sin pedir permiso, e imponen sus condiciones, a veces tiranas, a veces benévolas. Es ahí, en esos recuerdos, en donde uno siente que ha vivido, que pudo transitar la vida sin perdérselo todo, que al menos algo invisible al resto de las personas fue captado y atrapado por nuestros sentidos para sentirnos vivos y que el pasar por la vida no fue en vano. Era otoño. Lo recuerdo perfectamente ¿Será por eso que amo tanto esa época del año? Tal vez...


Yo.

lunes, 13 de febrero de 2012

#10: No more i love you's


Querido(a) Tú:



Tuve un sueño. Ayer, de madrugada. Me desperté con la boca seca, el pelo revuelto, y mi pecho sudado. Soñé que hacía el amor con una chica desconocida. Sí, tal cual, con una chica desconocida, alguien con quien nunca hice el amor. Fue un sueño demasiado erótico para un hombre de mi edad, tanto que hasta pensé, al despertarme, ojalá estuviera aquí. Pero no, nunca estuvo allí… y tal vez jamás lo esté.

Volví a dormirme. Volví a soñar.

Ahora estaba en el cielo, entre unas densas nubes que rodeaban a una luna incandescente, altiva, coronada por una aureola de humedad. Y ahí estaba yo, nuevamente, junto a la chica del sueño erótico, solo que ésta vez ambos caminábamos por un puente en el cielo, tomados de la mano, mirándonos, sonriendo ingenuamente, aun sin conocernos.

Te estarás preguntando por qué lo que te cuento parece tan ridículo, tan agarrado de los pelos, pero ni yo sé explicártelo. Sé que ambos sentíamos, en la presión que nuestras manos ejercían una con la otra, mucha intensidad, una fluctuación de energía que además de llamarnos la atención nos indicaba que éramos compatibles, que ese fluir invisible era algo infinito y universal en ambos.

A eso de las 6:00 a.m. desperté, encendí la luz del velador, tomé un libro, lo abrí en la página que había acabado mi última lectura e intenté concentrarme en su historia. Leía, intentaba concentrarme, pero enseguida la imagen de aquella chica misteriosa abarcaba toda la amplitud de mi mente. Iba de principio a fin, de arriba hacia abajo, lo completaba todo ¿Quién eres?, deseaba preguntar ¿Te conozco?... tal vez sí…
No me creerás pero hoy me he despertado pensando que los sueños tienen, en algún lugar de nuestro subconsciente, cierto fundamento. Sí. Tal vez (no puedo asegurártelo), yo he deseado a esa chica, la he amado, o hasta hemos sido almas fusionadas ¿Por qué no?, ¡imagínate!, sería maravilloso saber que uno puede conectarse con personas a las que amó en otras vidas, a las que desea en ésta vida, a las que deseará en otras futuras vidas. Tal vez esa chica pertenezca a alguno de esos subconjuntos. Sí, seguramente.


He encendido el equipo de audio, es que quiero escuchar música que me haga olvidar ese sueño que no me lleva a ningún sitio. Sin embargo escucho “No more i love you’s” de Annie Lennox, y parece que todo flota en el aire, que las cosas se distorsionan y pierden su volumen, que el aire se enrarece, que mis sentimientos se hiperconectan con todo a su alrededor, que las imágenes que he soñado anoche fueran parte del éter, parte de esta vida mía que tanto disfruto y me agrada vivir.

Hay monstruos. Sí, hay monstruos. Los reconozco. Se maquillan, se me acercan sigilosamente, me intentan seducir, decirme cuán importante soy para ellos, y hasta sus ojos veo brillar en la oscuridad de mi subconsciente. Pero no cedo. No. Aquí estoy. Como siempre, tal como me conoces. Pues prefiero los sueños, vivir en esos parajes de ensueños, en esos mundos de excitaciones idílicas, de sensaciones extracorpóreas que parecen unificarte y hacerte una sola unidad con el universo. No temo a los monstruos. No. Los monstruos siempre vivirán en mí. Lo sabes, lo sé.

Tal vez no haya más “te amo”, pero sí seguirán habiendo sueños. Seguirán esas sensaciones nocturnas de beneplácito, de alegría, de mundos soñados, de relaciones deseadas, de locura sin control. No me atemorizan ya los monstruos, sé que puedo soñar, que puedo leer poesía como solía hacerlo contigo, que puedo mimetizarme con un personaje de novela, que puedo cerrar los ojos y sentir que despego, que me elevo, y dejo de ser éste yo,  para ser alguien más puro, simple y cargado de deseos.



Yo.

domingo, 5 de febrero de 2012

#9: Estrellas rojas




Querido(a) Tú:


Ha hecho mucho calor este verano. Tal vez no tanto como aquellos veranos que compartimos juntos y nos admirábamos ambos del calor sofocante, de la humedad que nos hacía aflorar la transpiración, del canto constante y ensordecedor de las chicharras por las noches, del modo en que el aire se paralizaba y solíamos hacer chistes sobre vivir en el infierno. Me mirabas y sonreías. Me gustaba aquello. Esos gestos silenciosos son tal vez los que más quedan grabados a fuego en la memoria. También recuerdo las estrellas y el modo peculiar que teníamos de observarlas, ¿lo recuerdas?: ambos nos recostábamos sobre el césped del patio, abríamos nuestras piernas y nuestros brazos, tal como si dibujáramos aquel símbolo famoso de Da Vinci, y nos concentrábamos en encontrar estrellas.

Si reconocíamos algún conjunto en particular lo debíamos señalar, nombrarlo sin equivocación, y así, sumábamos puntos. A simple vista parece un juego tan inocente, tan tonto, sin embargo, ahí radicaba su poderío, lo que nos transmitía a ambos. Y reíamos, y nos olvidábamos de todo lo malo que nos podía aquejar. Estábamos en otros mundos, otras galaxias, otras estrellas. Pero éste verano ha sido distinto a aquellos. Ha venido con una sobrecarga de sensaciones que me termina agobiando. Debo confesarte algo: cada día que avanza mi vida me siento más vulnerable del corazón. La gente lastima, creo que lo sabes. Y lastima sin sentido, sin siquiera analizar las remotas posibilidades del dolor ¿A quién le interesa el dolor ajeno? A unos pocos. A ti, a mí, a un puñado más, pero ahí nomás la cuenta termina. Y este verano me duele el corazón. Sí, así, tal como te lo estoy diciendo, me duele el corazón. Estarás pensando que el corazón no duele, que es un modo cursi y rebuscado de decir que algo me aqueja sentimentalmente, y sí, seguramente tienes razón, pero no encuentro otra forma de describirlo y transmitirlo. Creo que así lo entiendes a la perfección. No hacen falta más palabras, creo que ya sabes a qué me refiero.

Como te decía, la gente lastima. Y lo hace de ambos modos: dándose cuenta, y sin percatarse de ello. De un modo u otro el corte, la perforación, el daño, está hecho, se siente, hace sangrar el interior y recarga nuestra espalda de un peso a mantener y remontar diariamente. Tal vez por eso me gustaban tanto las noches de verano en tú compañía. En esos momentos no había dolor, no había heridas, nadie salía lastimado. ¿Qué hay que hacer para que la vida no lastime?, ¿lo sabes? No, supongo que tú tampoco. Creo que nadie lo sabe. Algunos pueden deducirlo, o jactarse de haberlo aprendido mientras la transitaban, pero a ciencia cierta son solo filibusteros que se llenan la boca de consejos y señales que en algún punto son imposibles de sostener, y terminan desvaneciéndose, sin fundamento, ante la imprevista sacudida que la misma vida ejecuta en alguna persona.

Te preguntarás quién me ha dañado así, quien ha lacerado mi ser para que ésta carta parezca desteñir y quitar brillo a aquellas noches de verano. Pues seguramente es alguien en quien yo había depositado toda mi fe, todos mis anhelos, todos mis proyectos, parte de esperanzas de mi vida. Y ahí radica el principal error, en las palabras “había depositado” y en lo que implica el peso de su significado. No importa, el cielo siempre estará cargado de estrellas por mirar, de constelaciones por descubrir, de soledades ambiguas divagando en el polvo cósmico, y será entonces, en alguna de las venideras noches veraniegas que pueda respirar sin angustia, sin dolor, tan solo llenándome los ojos del titilar constante de las estrellas. Ahí estarás tú, a mi lado, sonriéndome, y yo te sonreiré, y me olvidaré por completo, como suele aconsejar el mismo tiempo, de aquellos que me han hecho, y aun hacen daño.



Yo.

jueves, 26 de enero de 2012

#8: Yellow


Querido(a) Tú:


Hoy me ha pasado algo extraño. En realidad fue algo que siempre temí que sucediera, y hoy ha sucedido. Hablé con aquella chica que te dije que me gustaba. La encontré de casualidad, mientras caminaba de regreso al departamento. Casi nunca nos encontramos en la calle, pero esta tarde se ha dado. Se veía tan fantástica. Al verla me emocioné. Me es difícil describirte lo que sentí en ese instante, pero imagínate un montón de cosas a la vez, que van desde el nerviosismo clásico que te moviliza cuando alguien te atrae y te gusta, hasta ruborizarme como un tomate apenas ella se percató de mi presencia.

Nos detuvimos en la vereda, sonriéndonos. Empezó a contarme de sus cosas, de su trabajo, de la vida en el barrio, y terminó hablándome de él, del que ahora era su novio. Se la veía tan felíz, tan llena de energía cuando hablaba de ese hombre que en un momento dado sentí una fuerte presión en mi pecho, como si un botón se hubiera accionado dentro de mí, y todas las sensaciones del universo se hubieran descargado con furia por mi torrente sanguíneo y agolpado en mi corazón.

Sí, así de duro fue. Me quedé estático, tan solo asintiendo, sin pronunciar palabra alguna: ella estaba enamorada, o tal vez obnubilada, o lo que sea, por aquel hombre. Después del monólogo me tocó mi parte. Me preguntó por mí, por mi vida, por mis cosas, por mi vida sentimental. Llegado a ese punto hice silencio y me quedé contemplándola, como un estúpido. Sin embargo, fue en ese momento, justo y necesario, que entendí todo: ella nunca había sido mía, jamás se enteró de lo que yo realmente sentía por ella. Nos despedimos con un beso y ambos seguimos caminando en direcciones opuestas.

Al llegar al edificio, mientras ascendía en el ascensor, recapitulé lo sucedido. Inmediatamente me afloró una sonrisa en los labios. Era una especie de liberación: algo dentro de mí había dejado ir a la chica para siempre. No me preguntes qué fue, o cómo fue, tan solo sé que esa sensación me indicó que eso era lo que acababa de suceder.

Ya en el departamento, me tiré en el sofá, encendí el equipo de audio y elegí una canción que me dieron muchísimas ganas de escuchar. Mientras sonaba «Yellow», de Coldplay, la imagen de ella me sobrevino. No te imaginas, era tan clara, tan límpida, que parecía que estuviera allí. Sin embargo cerré los ojos y busqué la oscuridad. Ya habia entendido que ella se había ido... Así, simple, se había ido...


Yo.

martes, 24 de enero de 2012

#7: Tras la lluvia




Querido(a) Tú:


Hoy ha llovido. Poco, pero lo hizo. Apenas comenzaron a caer las primeras gotas me apresuré a sacar una silla y sentarme en el umbral de la puerta a ver llover. Primero llegó el viento, bajando la temperatura de este verano desquiciado, y luego ese olor a tierra mojada que antecede a la lluvia lo impregnó todo, primeramente mis sentidos.

Te reirás seguramente, yo lo hice, me reí como un tonto, pero al momento de percibir ese olor característico a tierra mojada recordé mis primeros años viviendo solo, allá, en la estepa del tiempo. Mientras me sonreía pensaba lo metódica y chiquilina que es la memoria. Hace lo que quiere con nosotros. Atesora y muestra cuando se le da la gana. Es como un niño que juega a las escondidas, cuenta hasta cuando se le da la gana y desenmascara a los escondidos a su antojo.

Aquellos fueron lindos años. No sé si alguna vez te conté. Tal vez sí, tal vez no... es que el tiempo pasa tan rápido. Y hablando del tiempo y de cómo se esfuma ante nuestros ojos, hoy me he acordado, como te decía, de aquellos años de universidad, de soltería empedernida, de aprendizajes forzosos, de melancolía abarrotada, de desarraigo profundo. Entre tanta vorágine de sensaciones y remembranzas aparecía aquella chica de la cual jamás te hablé. No por que me olvidara de su existencia, no. Tan solo por que yo había decidido que jamás volvería a traerla a mi presente. Es que soy de esos hombres que tapan el pasado como el perro al hueso que entierra. De los que dan la vuelta a la hoja del libro cuando están seguros que lo que han leído y vivenciado es justo y suficiente y ya no hay necesidad de volver la página para recordar. Siempre he sido así, creo que lo sabes.

Y ahí estaba la imagen de esa chica y su modo peculiar de entrelazarse con mi vida. Con la mirada perdida en los charcos que la lluvia formaba en el patio de luz, su imagen se acrecentaba y se hacía palpable más y más en mi memoria. Sus ojos, su pelo, su voz, sus gestos. La visión que me sobrevino de ella me causó distintos efectos, algunos tan oscuros como las nubes que se cernían sobre la casa. No obstante, aplicando el filtro que los años dejan en el interior de uno, obtuve un par de escenas vívidas en las cuales considero que fui feliz. Porque después de todo, de eso trata la felicidad, ¿no?, de una concatenación de hermosos momentos.

Llovió hasta el atardecer. Y yo me mantuve ahí, sentado, viendo llover sin casi ver. Es increíble cómo la melancolía te aborda en cuestión de segundos cuando los recuerdos te bombardean. Los días grises son especiales para ello. Se aprovechan de las cuestiones atmosféricas y ponen a prueba ciento por ciento tus sentimientos. Cuando al terminar la tarde la lluvia cesó, un arcoirís cruzó la mitad del cielo perdiéndose en el caserío detrás de la ruta. Un rayo de sol penetró las nubes grises y rápidamente el viento veraniego perforó algunos nubarrones y se llevó a otros. Ya todo había terminado. Con las nubes se fueron también los recuerdos. Tan solo quedó el olor a tierra mojada, a plantas regadas, a vergel saciado, a naturaleza satisfecha.

Metí la silla dentro y caminé hacia el patio. Recorrí la huerta. Admiré los tomates, los pimientos, el nogal. Y allí, casi jugando contra el horizonte, el sol terminó poniéndose y con él un día que hacía tiempo ya había vivido.


Yo.

martes, 3 de enero de 2012

#6: La libertad de los peces


Querido(a) Tú...



Era cerca de las dos de la tarde cuando estando en esa playa de Brasil vimos al niño jugando en la arena, ¿lo recuerdas? Tenía una palita plástica de color amarillo, un balde color azul, y un flotador cilíndrico alrededor de su diminuta cintura. Vos mirabas el mar, yo miraba al niño. Había algo en él, creo que la poderosa sensación de libertad, que me atraía, como una gigantesca espiral, y me mantenía en vilo, observándolo. Siempre he sentido una envidia sana hacia ese tipo de libertades. Aún hoy, ya adulto, trato de mantenerla, que siga estando dentro de mí, que no fallezca, que no se esfume, que siga ahí, agazapada, y se haga presente cada vez que la invoco.

Al volver de la playa lo hicimos por una de las calles que sale directamente hacia el centro de la ciudad. No avanzamos ni cien metros que me detuve frente a la vidriera de un acuario, y me puse a contemplar una pecera con escalares, cíclidos y besadores. Me miraste sin entender en demasía. No te escuché, te lo juro, en el momento que me preguntabas algo. Después reaccioné, justo cuando volviste a preguntarme de nuevo.

—Pobres peces, ¿no estarían mejor en el mar? —preguntaste sin mirarme.
—No, acá son felices, es donde nacieron y viven. A veces la felicidad se construye donde uno habita —respondí.

Recuerdo cómo miraste entonces la pecera. La forma que tus labios tomaron, cómo tus ojos comenzaron a brillar. Supe que entendiste lo que había querido decirte. Seguimos caminando. Acomodaste el bolso en tú hombro, yo las esterillas debajo del brazo. No hablábamos casi.

Al llegar al departamento que habíamos alquilado te desnudaste para ducharte. Te sentaste al borde la cama y me pediste que te pusiera crema en la espalda, pues el sol te había flechado duro. Lo hice. Puse un poco de crema en mis manos y comencé a acariciarte la espalda y enseguida me sobrevino la visión del niño jugando en la playa, construyendo su maltrecho castillo de arena, su lucha interminable con las olas, su esfuerzo en función de un objetivo.

—¿Qué pasa?, ¿por qué te detenés?, no lo hagas... por favor... -dijiste con voz queda.

Entonces me di cuenta que aquello que en aquel momento me atrapaba en pensamientos tal vez te lo estaba transmitiendo con mis caricias, a través de tú espalda, atravesando tú esqueleto, metiéndolo de soñador caradura en tú corazón.


Yo.