jueves, 26 de enero de 2012

#8: Yellow


Querido(a) Tú:


Hoy me ha pasado algo extraño. En realidad fue algo que siempre temí que sucediera, y hoy ha sucedido. Hablé con aquella chica que te dije que me gustaba. La encontré de casualidad, mientras caminaba de regreso al departamento. Casi nunca nos encontramos en la calle, pero esta tarde se ha dado. Se veía tan fantástica. Al verla me emocioné. Me es difícil describirte lo que sentí en ese instante, pero imagínate un montón de cosas a la vez, que van desde el nerviosismo clásico que te moviliza cuando alguien te atrae y te gusta, hasta ruborizarme como un tomate apenas ella se percató de mi presencia.

Nos detuvimos en la vereda, sonriéndonos. Empezó a contarme de sus cosas, de su trabajo, de la vida en el barrio, y terminó hablándome de él, del que ahora era su novio. Se la veía tan felíz, tan llena de energía cuando hablaba de ese hombre que en un momento dado sentí una fuerte presión en mi pecho, como si un botón se hubiera accionado dentro de mí, y todas las sensaciones del universo se hubieran descargado con furia por mi torrente sanguíneo y agolpado en mi corazón.

Sí, así de duro fue. Me quedé estático, tan solo asintiendo, sin pronunciar palabra alguna: ella estaba enamorada, o tal vez obnubilada, o lo que sea, por aquel hombre. Después del monólogo me tocó mi parte. Me preguntó por mí, por mi vida, por mis cosas, por mi vida sentimental. Llegado a ese punto hice silencio y me quedé contemplándola, como un estúpido. Sin embargo, fue en ese momento, justo y necesario, que entendí todo: ella nunca había sido mía, jamás se enteró de lo que yo realmente sentía por ella. Nos despedimos con un beso y ambos seguimos caminando en direcciones opuestas.

Al llegar al edificio, mientras ascendía en el ascensor, recapitulé lo sucedido. Inmediatamente me afloró una sonrisa en los labios. Era una especie de liberación: algo dentro de mí había dejado ir a la chica para siempre. No me preguntes qué fue, o cómo fue, tan solo sé que esa sensación me indicó que eso era lo que acababa de suceder.

Ya en el departamento, me tiré en el sofá, encendí el equipo de audio y elegí una canción que me dieron muchísimas ganas de escuchar. Mientras sonaba «Yellow», de Coldplay, la imagen de ella me sobrevino. No te imaginas, era tan clara, tan límpida, que parecía que estuviera allí. Sin embargo cerré los ojos y busqué la oscuridad. Ya habia entendido que ella se había ido... Así, simple, se había ido...


Yo.

martes, 24 de enero de 2012

#7: Tras la lluvia




Querido(a) Tú:


Hoy ha llovido. Poco, pero lo hizo. Apenas comenzaron a caer las primeras gotas me apresuré a sacar una silla y sentarme en el umbral de la puerta a ver llover. Primero llegó el viento, bajando la temperatura de este verano desquiciado, y luego ese olor a tierra mojada que antecede a la lluvia lo impregnó todo, primeramente mis sentidos.

Te reirás seguramente, yo lo hice, me reí como un tonto, pero al momento de percibir ese olor característico a tierra mojada recordé mis primeros años viviendo solo, allá, en la estepa del tiempo. Mientras me sonreía pensaba lo metódica y chiquilina que es la memoria. Hace lo que quiere con nosotros. Atesora y muestra cuando se le da la gana. Es como un niño que juega a las escondidas, cuenta hasta cuando se le da la gana y desenmascara a los escondidos a su antojo.

Aquellos fueron lindos años. No sé si alguna vez te conté. Tal vez sí, tal vez no... es que el tiempo pasa tan rápido. Y hablando del tiempo y de cómo se esfuma ante nuestros ojos, hoy me he acordado, como te decía, de aquellos años de universidad, de soltería empedernida, de aprendizajes forzosos, de melancolía abarrotada, de desarraigo profundo. Entre tanta vorágine de sensaciones y remembranzas aparecía aquella chica de la cual jamás te hablé. No por que me olvidara de su existencia, no. Tan solo por que yo había decidido que jamás volvería a traerla a mi presente. Es que soy de esos hombres que tapan el pasado como el perro al hueso que entierra. De los que dan la vuelta a la hoja del libro cuando están seguros que lo que han leído y vivenciado es justo y suficiente y ya no hay necesidad de volver la página para recordar. Siempre he sido así, creo que lo sabes.

Y ahí estaba la imagen de esa chica y su modo peculiar de entrelazarse con mi vida. Con la mirada perdida en los charcos que la lluvia formaba en el patio de luz, su imagen se acrecentaba y se hacía palpable más y más en mi memoria. Sus ojos, su pelo, su voz, sus gestos. La visión que me sobrevino de ella me causó distintos efectos, algunos tan oscuros como las nubes que se cernían sobre la casa. No obstante, aplicando el filtro que los años dejan en el interior de uno, obtuve un par de escenas vívidas en las cuales considero que fui feliz. Porque después de todo, de eso trata la felicidad, ¿no?, de una concatenación de hermosos momentos.

Llovió hasta el atardecer. Y yo me mantuve ahí, sentado, viendo llover sin casi ver. Es increíble cómo la melancolía te aborda en cuestión de segundos cuando los recuerdos te bombardean. Los días grises son especiales para ello. Se aprovechan de las cuestiones atmosféricas y ponen a prueba ciento por ciento tus sentimientos. Cuando al terminar la tarde la lluvia cesó, un arcoirís cruzó la mitad del cielo perdiéndose en el caserío detrás de la ruta. Un rayo de sol penetró las nubes grises y rápidamente el viento veraniego perforó algunos nubarrones y se llevó a otros. Ya todo había terminado. Con las nubes se fueron también los recuerdos. Tan solo quedó el olor a tierra mojada, a plantas regadas, a vergel saciado, a naturaleza satisfecha.

Metí la silla dentro y caminé hacia el patio. Recorrí la huerta. Admiré los tomates, los pimientos, el nogal. Y allí, casi jugando contra el horizonte, el sol terminó poniéndose y con él un día que hacía tiempo ya había vivido.


Yo.

martes, 3 de enero de 2012

#6: La libertad de los peces


Querido(a) Tú...



Era cerca de las dos de la tarde cuando estando en esa playa de Brasil vimos al niño jugando en la arena, ¿lo recuerdas? Tenía una palita plástica de color amarillo, un balde color azul, y un flotador cilíndrico alrededor de su diminuta cintura. Vos mirabas el mar, yo miraba al niño. Había algo en él, creo que la poderosa sensación de libertad, que me atraía, como una gigantesca espiral, y me mantenía en vilo, observándolo. Siempre he sentido una envidia sana hacia ese tipo de libertades. Aún hoy, ya adulto, trato de mantenerla, que siga estando dentro de mí, que no fallezca, que no se esfume, que siga ahí, agazapada, y se haga presente cada vez que la invoco.

Al volver de la playa lo hicimos por una de las calles que sale directamente hacia el centro de la ciudad. No avanzamos ni cien metros que me detuve frente a la vidriera de un acuario, y me puse a contemplar una pecera con escalares, cíclidos y besadores. Me miraste sin entender en demasía. No te escuché, te lo juro, en el momento que me preguntabas algo. Después reaccioné, justo cuando volviste a preguntarme de nuevo.

—Pobres peces, ¿no estarían mejor en el mar? —preguntaste sin mirarme.
—No, acá son felices, es donde nacieron y viven. A veces la felicidad se construye donde uno habita —respondí.

Recuerdo cómo miraste entonces la pecera. La forma que tus labios tomaron, cómo tus ojos comenzaron a brillar. Supe que entendiste lo que había querido decirte. Seguimos caminando. Acomodaste el bolso en tú hombro, yo las esterillas debajo del brazo. No hablábamos casi.

Al llegar al departamento que habíamos alquilado te desnudaste para ducharte. Te sentaste al borde la cama y me pediste que te pusiera crema en la espalda, pues el sol te había flechado duro. Lo hice. Puse un poco de crema en mis manos y comencé a acariciarte la espalda y enseguida me sobrevino la visión del niño jugando en la playa, construyendo su maltrecho castillo de arena, su lucha interminable con las olas, su esfuerzo en función de un objetivo.

—¿Qué pasa?, ¿por qué te detenés?, no lo hagas... por favor... -dijiste con voz queda.

Entonces me di cuenta que aquello que en aquel momento me atrapaba en pensamientos tal vez te lo estaba transmitiendo con mis caricias, a través de tú espalda, atravesando tú esqueleto, metiéndolo de soñador caradura en tú corazón.


Yo.